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Cuento: «El horror caído del cielo»



Sería vano decir que fue un hombre honorable. El Dr. Friedman era solitario, malhumorado e irrespetuoso, pero fue un eminente genio. Nunca había escuchado sobre algo que lo pusiera tan intranquilo como en aquella llamada suplicante, obligándome a tomar el primer tren de la mañana para ir en su auxilio. Y caí preso de la sorpresa al advertir tras mi llegada que había desaparecido. No pongo en duda su mala fama, era cuestión de tiempo para que optaran por arrojarlo a alguno de los canales que cruzan por el pueblo. Sin embargo, el alto desinterés a su desaparición me obligaba a dudar ante la naturaleza de lo a afrontar.


Interrogué a sus bastas enemistades, diversamente exóticas, para sólo acabar con violentas amenazas que es mejor no describir. Y al final, más allá de esa última llamada, nadie sabía nada sobre el doctor. No lo extrañaban, les importaba menos que un vago cualquiera muriéndose ahogado en alcohol. Era notorio el desprecio. Sí, era intratable, pero también era la causa de que figuraran en el mapa.


Me hospedé en su viejo observatorio encima de la colina, lejos del poblado y los murmullos. Estaba ante una visión de aquellos años de becario, nada había cambiado más allá de ligeras sutilezas. Limpio y ordenado como se esperaría, aunque aburrido o demasiado clásico para mi gusto. Acomodé las maletas a un lado y revisé si aún existía la vieja trampilla bajo el telescopio donde Friedman solía ocultar sus investigaciones. Para mi suerte, así fue. Tomé un manojo de hojas amarillentas y maltrechas, la letra era sin dudas la del doctor, con sus trazos toscos y apresurados. Sin embargo, al leerlas no pude dejar de pensar en lo contrario. Frases incoherentes de un asteroide de tonales verdinos que orbitaba en la Tierra, y garabatos monstruosos sobre un despiadado ser sostenido de incontables apéndices que crecían de un amorfo torso oculto en el delirio de los hombres, capaz de malversar la mente.


Era irrisoria la idea de semejante palabrerío ficcional. En nuestra galaxia no habíamos encontrado ninguna vida más allá de la presente en la tierra; era inconcebible que, estando frente a nuestras narices, sólo Friedman lo había visto, e incluso dibujado con mórbido detalle. Pero resultaba extraño, semejantes delirios no parecían ser la razón de llamarme con tanta urgencia.


Estaba excitado ante la intriga. No creía en las locuras de Friedman, pero era una certeza que alguien sí lo hizo. Dispuesto a comprobarlo, opté por revisar todas las coordenadas calculadas del trayecto que recorrería del asteroide. Observé sin falta a cada hora y lugar descritos, dejaba pasar los minutos e inspeccionaba sectores aledaños, convenciéndome de que todo fuera real. No obstante, nada sucedió.


Me recosté en el asiento y suspiré al desvanecer toda esperanza aventurera. No había más que pudiera hacer, ante tales delirios se me hizo normal el desinterés del poblado. Él había perdido toda la razón, lo más seguro era que estuviese vivo, deambulando y gritando sus ficciones apocalípticas. Acomodé las hojas en la trampilla y ordenaba mi equipaje para marchar cuando un estallido cercano sacudió el recinto. Apresurado me repuse y corrí a la puerta, aterrado por que se tratase de terroristas o el inicio de una guerra, con el oído atento por si las alarmas sonaban.


Los árboles llameaban, la colina vomitaba columnas de humo abrumadoras, sólo opacada por gritos de terror y confusión del poblado a la lejanía. La curiosidad había sido mi cicuta, obligándome a adentrarme por los quemados matorrales. Entonces me petrifiqué en ausencia de razón, los ojos se me partían a causa de la ceniza y mi cuerpo pedía a gritos que volviese a respirar. Debía de ser una alucinación de locura, pero desde el borde del cráter sin duda se veía el asteroide vidrioso de tonos verdinos.


Era igual a lo descrito, la exactitud mecánica de los gráficos que recordaba de las hojas me revolvía el estómago. Aparentaba ser algún tipo de instrumental de diseño y su tamaño apenas superaba el de mi antebrazo, incapaz de decir si su llegada le había achicado. Pero de algo estaba seguro, no podía permitir que las autoridades lo supieran, al menos hasta que corroborara si los temores de Friedman, ahora menos descabellados, eran verdad.


Saqué del observatorio una lona ignífuga, pero al regresar el calor se había disipado, enfriándose sin contención. Incluso me vi obligado a soltarlo cuando lo sentí desgarrarme los dedos a través de la lona, teniendo que rodarlo todo lo que quedaba de camino.

Trabé la puerta y desenvolví al asteroide, expulsando un helado vapor que erizó la pie. El brillo casi había desaparecido, así que lo tanteé con el palo de una escoba sin obtener respuesta. Si lo dicho por Friedman era cierto, la cosa dentro podría morir antes de poder estudiarlo. No lo podía permitir.


Extraje rápidamente las arrugadas hojas de la trampilla, pero fue inútil. El lenguaje se me apetecía indescifrable e incoherente, símbolos desconocidos y angulosos, de rareza semejante al misterio que ocultaban, hacían de remplazo para todas las palabras escritas. Perdía los estribos, no podía pensar con claridad y rompí las hojas enfurecido. Corrí al hacha de incendios colgada en la pared, rompí el cristal con las manos desnudas y la arranqué sin dar preocupación a mis heridas. La presión me había tornado en un animal encolerizado, alejado del intelectual que era.


Envuelto en vomitivos gritos iracundos, machaqué al inanimado asteroide con el pico del hacha hasta que se me entumecieron las manos, dejándola caer, agotado. Sin embargo, la cosa seguía intacta, aún resplandeciente con un ligero verde que, incapaz de evitarse, se apagó por completo. Mi único enlace con la desaparición de Friedman —por muerte o desquicio— había acabado de la peor manera. Me sentí terrible ante tal fracaso, traidor al último deseo de un genio solitario.


Entonces un extraño ruido licuado me arrebató la atención, un gelatinoso fluido se filtraba de entre sus negruzcas rendijas. Era verdino y viscoso, no más grande que la palma de mi mano, que se movía por voluntad propia. Me acerqué desconcertado y el ser respondió curioso, formando flácidas protuberancias que acercaba hacia mí. Lo que sentí era indescriptible; emoción, ansiedad, terror e intriga. Estaba vivo, Friedman lo había vuelto a hacer, aunque bañado en fantasía.


Desmonté el palo del trapeador para estimular a la pequeña criatura. Sus interacciones se me antojaban sumamente básicas, más curioso que temeroso o violento. Enroscaba sus pegajosos apéndices de aspecto tentacular en el palo al acercarlo, estudiándolo, mas no se atrevía a subir. Estaba ante la boleta ganadora más ambiciosa de la historia, todo se lo debía al viejo. No encontraba final a los imaginarios galardones que dibujaba en mi vivaz mente, cuando tan pronto como inicié el vuelo, caí precipitado en la realidad ante desesperados azotes que tirarían la puerta abajo. La vara resbaló de mis dedos y la criatura se retrajo, alterando su color a un vibrante y hostil anaranjado. Maldije sin reserva.


Abrí la puerta tal tornado embravecido, echando mareas de odio e insultos, pero me detuve en seco incrédulo con las palabras atascadas en la garganta. Lo pensé una alucinación del estrés, la visita de un alma en pena o una burla ilusoria de la ceniza. De forma instintiva, contra toda lógica salté hacia atrás con tal tosquedad que me tropecé con mis piernas congeladas. Ahí estaba el espectro abominable de un mundo incomprensible, bañado en una rojiza aura marciana. La reptante niebla esquivaba a la figura humanoide, temerosa de iniciar el más mínimo contacto. Un visor triangular se encendió en la cabeza del ser, liberando radiofónicos sonidos en lenguas imposibles. La tarjeta de plástico que brillaba en el torso de la figura, de llamativo aspecto inconfundible, me trajo tranquilidad. Era el traje espacial que Friedman se había pedido hacer a medida, fuertemente criticado por su rebuscado diseño salido de la ficción. Con movimientos robóticos y envueltos en una gravedad enrarecida, el sujeto entró, cerrando la puerta tras de sí. Friedman se retiró el casco y expuso su maltrecho rostro carcomido y quemado, profeta de horrores inimaginables. Pero todo eso le parecía insulso, una única idea resaltaba de su pútrida mente enloquecida. «¿Dónde está?» gritaba sin parar, ignorante a sus horribles heridas, y al visualizar el apagado asteroide no dudó en correr a él, mas su frase grabada no cesó tras su revisión carente de sutilizas.


La cosa había escapado.


Friedman vomitaba incoherentes alegatos, insistía con sus sandeces apocalípticas. Había hecho contacto, sabía en perfecta razón de que aquel pequeñajo pegajoso no era más peligroso que un insecto de jardín. Pero el viejo era listo, sabía cómo implantar su putrefacta duda carroñera. Él se sentó con el hacha en sus manos, bañado en sudor y ceniza. Su enardecida y corroída piel palpitaba, echando el hediondo olor del azufre con cada respiro, negado a desprenderse del traje. Llevó su tiempo que se calmara y abandonara esa mirada desconfiada. Pero el maldito viejo sólo actuaba, deseaba enmudecer mis quejas silenciosas al preguntarme la razón de mi presencia. Él juraba no haber hecho ningun llamado; y, tras un corto lapso, me clavó la mirada acusadoramente y afirmó: —«Eso» lo hizo. «Eso» te necesitaba aquí. Tú eres el profeta.


Friedman retomó fuerzas y se alzó con el hacha una vez más. Su mirada perdida, carente de raciocinio, negada a escuchar excusas, atraían a la cercenadora hoz de la muerte. Cada paso hacia atrás él lo proyectaba hacia mí, arrepentido y encolerizado ante lo que para él era la única esperanza de la humanidad. Entonces se lanzó sobre mí, gritando mientras intentaba forcejear, pero caí incapaz de vencerlo con aquel pesado traje. Friedman se subió sobre mí y alzó el filo lo más alto que pudo. Y ahí lo vi, en mi último momento, posada en el punto más alto de la curvatura del techo. No era más aquel limo tímido. Estaba cambiado, una gigante costra de ángulos euclídeos envolvía al ser durante su metamorfosis, adherido lejos de depredadores. Era increíble, sublime. El verlo cautivaba, provocaba recuerdos de infinita belleza. Lento e impactado señalé al techo, olvidando los riesgos del peligro que corría. Cuando el doctor Friedman se volteó, se expresó de formas que jamás habría imaginado ver en un hombre como él. Estaba pálido, atónito, con los ojos desorbitados en reflejo ante algo que escapaba a mi comprensión. Arrojó el hacha y echó a correr obstruido por su pesado traje, pero no se lo podía permitir y le cacé la pierna, tirándolo al suelo. Desesperado se soltó de mi agarre y se arrastró hacia la salida cada vez más lento, hasta que se no pudo más. Algo sobresalía del maltrecho cuello del doctor, filtrándose bajo su nuca. Sentí mi razón desvanecerse al ver aquel brillo de tono verdino resplandecer con una verdad que heló mis codiciosos huesos.


La cabeza de Friedman giró tambaleante, derretida y pegajosa, revelando el verdadero aspecto inhumano de la criatura adherida al ahora cadáver putrefacto del viejo cascarrabias. Estaba aterrado, incluso el vomitar ante semejante blasfemia a la cordura me resultó inalcanzable. Desprovisto de toda dificultad, él dobló sus articulaciones en ángulos imposibles y se lanzó hacia mí tal bestia embravecida, corriendo con sus brazos volteados y la columna hecha un espiral. Pero sin respiro me abalancé sobre el hacha en el suelo y la blandí con locura, enceguecido y confundido. Friedman chilló, retorciéndose en el suelo con sus huesos dislocados clamando maldiciones inentendibles. Extraje el arma de su cuerpo amorfo mientras intentaba escapar. De nuevo, no se lo permití. La cabeza del doctor rodó sobre los cerámicos y el verde limo se deshizo en un vapor sulfúrico.


Todo era tan irreal que sólo me quedé ahí, detenido, observando la sangre en mis manos, incapaz de creer en lo que había hecho. Alcé la mirada a la crisálida del techo, el verdadero peligro profetizado por Friedman en vida. Sin embargo, estaba abierta, carente de todo brillo. Su centro estaba abierto con protuberancias semejantes a tentáculos que regalaban la vista de vegetación de otro mundo.


No sabía cómo se veía, cuánto había cambiado ni qué tan peligroso se había tornado. Las manos me sudaban ante la idea de recaer en el mismo destino del viejo, devorado en vida, ahogado en los límites de la locura. Temía de toda sombra que me pareciera moverse. Todo ruido que viniera del imaginario. Toda presencia que la esquizofrenia me delatara. Y sin poder resistir más, me lancé a abrir la puerta para mi escape. El fuego, tormentoso y devastador, bloqueaba toda salida posible. Nadie había acudido para auxiliarme. Entonces lo oí reptar detrás de mí, pesado y de proporciones tan inmensas que el telescopio se me apetecía pequeño. Me giré para enfrentarlo, detenido frente a mí, observándome desde una realidad que un plano tridimensional jamás podría representar, no fui capaz de detener al hacha deslizarse de mis manos. Parecía el feto de la cruza entre humano, planta y blasfemia, la culminación material de las pesadillas del hombre. Su cuerpo torcido se elevaba y ramificaba con innumerables enredaderas de apéndices pegajosos por todo el observatorio, invadiendo el techo y las paredes. A modo de rostro, tenía un enorme visor triangular encastrado en la abultada carne putrefacta de lo que era, ante mi limitada comprensión, su cabeza.


Observé de cerca el inminente vacío de la pantalla, profetizadora de grandes males y horrores de los cuales contar me aterra. Vi el futuro, me torné en mensajero de un final en el que la muerte sería un anhelo. Escuché los vívidos gritos de sufrimiento de la humanidad y los rugidos de sus atormentadores, figuras amorfas que describir no deseo más allá de que «eso» palidece en comparación. No pude aguantarlo, mi mente quería estallar y acabar con el tormento, callar las voces de lenguas extrañas y conseguir la paz. Por eso lo hice, salté al abrasador fuego del bosque. Y si aún sigo aquí no es por un milagro de divina procedencia, sino el capricho de un abismal dios al que le importamos poco. Por eso he de narrar mi historia, esparcir el mensaje por el cual he sido elegido. Y ahora que ya sabes de él, tal vez lo escuches arrastrarse tras tu ventana, creciendo infinitamente; o quizás lo llegues a vislumbrar en las tinieblas, oculto en los rincones, con su característico brillo verdino.

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